Política, economía, sociedad, amor, vida y muerte. ¿Algo más? También.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Charlas de cocina

En mi familia siempre tuvimos la particularidad de llevar a los invitados a lugares insospechados de la casa. Cuando las personas normales reciben a los agasajados en el comedor de su hogar nosotros siempre optamos por la cocina, en ocasiones el dormitorio.
Nunca entendí bien, pero parece ser algo que va de generación en generación. Por momentos pienso que todo empezó con mis padres, ya que mi abuela lleva a la gente a la cocina recién ahora, domesticada por nuestras costumbres y por nuestra cocina azul que parece ser el núcleo de energía de nuestro hogar.
Cuando yo era niña, la cocina estaba vieja. Tenía un mármol blanco como mesada, unos muebles rojos y unos azulejos descascarados. En un momento de duelo emocional, mi madre decidió cambiar la cocina y el baño, tal vez la casa entera. Pero sí, lo que más se notó fueron esas dos habitaciones: la estrictamente necesaria en todo hogar (el baño); y esa en la que ella -y los invitados- pasaban la mayor parte del tiempo.
La cocina pasó a ser azul y blanca. Poner azulejos azules en una cocina es una invitación a la anorexia: dicen que este color da calma, y por ende, es un supresor del apetito. Probablemente haya sido un truco de mi madre para contrarrestar su excelente culinaria, porque de otra forma en mi casa rodaríamos cual pelota de Pilates.
Puede que ese azul haya sido el punto clave de la reunión: en la cocina de mi casa hay una energía especial. No solo cocinamos -desde papas fritas con huevos fritos hasta las tortas elaboradas de mamá, y los intentos fallidos míos-, sino que también nos sentamos a comer en familia. A veces la familia fuimos nosotras dos, por momentos nos acompañó papá, en ocasiones mi tío. También mis amigas. Luego, fueron mis abuelos, y llegué yo nuevamente. Ahora mi abuelo no está, pero seguramente nos mira comer todos los días; y a la celebración se sumó mamá. No puede faltar el nene, porque él es quien más deja contenta a cualquier cocinera: come con gusto cualquier cosa, excepto los alimentos verdes. Y el Timón siempre buscando migas para comer, pidiendo mimos, moviendo la cola.
Lo cierto es que la cocina nunca está vacía, y por algo es. Algún agujero de gusano, un error gravitacional, un espíritu dicharachero o una aberración de algún tipo sucede en esa cocina, esa sala de reunión apretujada en la que los transeúntes van y vienen y se dan risas, charlas y un repiqueteo incesante de cacharros de lata.
Nadie puede entender por qué en mi familia nos reunimos en aquella cocina azul. Nadie se lo pregunta, tampoco: simplemente entran, despliegan una silla de madera y buscan su mejor ubicación. Se acomodan, se sienten como en casa, y tal vez ni se plantean por qué el comedor permanece vacío y estamos ahí apretados. Parece que a nadie le importa sentarse en la cocina, porque todos se sienten cómodos en ella: las mayores historias de esta casa están ahí, albergadas en las cuatro paredes, escondidas entre las hornallas o en el huequito entre la heladera y la pared. Y a la gente le gusta que sea así.
Tal vez por eso, cada vez que tengo que hablar de algo importante, busco una cocina que me apoye en mi discurso. Si no fuera así, nada tendría ya sentido para mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario