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jueves, 22 de septiembre de 2011

El problema de los solidarios

-Hola, buenas...
-Disculpe, estoy apurado, llego tarde al trabajo.

Esta escena se da todos los días, cientos de veces, en puntos estratégicos de las ciudades. La FNAC, la puerta de un hospital, de una facultad, de un centro comercial. Los solidarios, una especie que parecía en extinción, han sido salvados por la selección natural, que les permite ganar dinero ayudando a los demás. Son esas personitas, generalmente jóvenes e inexpertas, con sus chalecos identificativos (yo soy de Unicef, yo de ACNUR, yo de...), que te preguntan amablemente si deseas ayudar.
Ayudar está muy bien, pero es algo que tiene que salir de adentro de cada uno. Vale la pena ayudar por ayudar, no para decir que uno ayuda, para callar a su consciencia o para cualquier otro fin que, sinceramente, no se me ocurro. Por tanto, la decisión de dar ayuda (que en general se resume a dar dinero) debería ser únicamente de la persona en cuestión.
El problema de los solidarios, movidos en parte por el dolor que les producen los niños que mueren de hambre en África, los bosques talados o los animales maltratados, y mayoritariamente necesitados de ayuda para llegar a fin de mes; es que se convierten en aves de rapiña dispuestas a matar a quien, por una u otra razón, no desea ayudar.
Pongo una situación extrema que a mí me sucedió, y que, tal vez, podría haberle pasado a otras personas en otro sentido. Si no tengo prisa, paro ante la llamada del solidario, porque sé que es su trabajo y lo respeto. Sino, digo la verdad: no llego a clase, no llego al tren (y perder uno supone esperar otra media hora sin hacer nada) y amablemente me voy. Un día, paré ante un solidario de una determinada ONG a la que, en ese momento hacía ya más de medio año que daba dinero. Me empezó a explicar, aprendido de memoria, sin una sola entonación, el propósito de dicha asociación. Lo interrumpí y le dije que ya sabía porque yo aportaba a la organización desde hacía un buen tiempo. Con una ceja levantada (es decir, con una cara de escéptico enorme) me dijo que le diera mis datos y que entonces aumentase la cantidad de dinero al mes. Le dije que por ahora estaba bien así (muy cordialmente, quien me conoce sabe que puedo ser muy amable como muy ácida, y también las dos cosas al mismo tiempo), a lo que él, ya bastante dolido, me dijo "por la forma en que estás vestida supongo que podrás poner más dinero". Extrañamente, mi vestuario de ese día estaba compuesto de ropa de rebajas, cosa que no me molesta. Me gusta vestirme bien, además, y creo que eso no significa que me suene los mocos con billetes de 100 euros. Y si así fuera, ¿qué derecho tiene un simple desconocido a juzgar mi economía por mi forma de vestir, así como también mi decisión de aportar o no a una ONG?
El problema en esta sociedad, una vez más, vuelven a ser los prejuicios. No ir con la ropa sucia, mal combinada o rota, significa tener dinero, y por tanto, tener la obligación de dárselo a los demás. Los famosos, como ganan millones, tienen que donarlos. ¿Por qué? Ellos, en general, han ganado ese dinero lícitamente, fruto de su esfuerzo y su trabajo, y al ser su propiedad, tienen derecho a dársela a quien quieran. El problema no es que pocos tengan mucho, sino que muchos tengan poco. Y la solución no es sacarle a unos para darle a otros, sino darles a todos las mismas posibilidades de tener todo lo que deseen y necesiten para vivir. Por ende, estoy en todo mi derecho a no aportar 60 euros al mes, los tenga o no a fin de mes. Y no tiene nada de malo ir de vaquero y camiseta un día cualquiera.