Política, economía, sociedad, amor, vida y muerte. ¿Algo más? También.

martes, 20 de diciembre de 2011

El chino de enfrente de mi casa


Enfrente de mi casa tengo el Wok Lin. Haciendo esquina el Café Paris, y una calle más allá, un restaurant italiano lleno de carbohidratos. En mi edificio conviven españoles, latinoamericanos, árabes y rumanos.
Podría llegar a pensar que en un barrio lleno de posibilidades culturales, puedo elegir entre comerme un crepe, una pizza con pepperoni o un rollito primavera sin ser juzgada; pero la semana pasada una conocida árabe me trajo de su tierra una chilaba, y aún no me he atrevido a ponérmela más allá de la puerta de entrada de mi casa por, y lo admito, no querer ser reconocida como una de ellas.
Y aún así, al ir hasta el supermercado, tengo que pasar por una tienda árabe donde no te atienden si no eres hombre (a pesar de que son las mujeres las que cocinan), y que sirve como un centro de reunión en el que se dedican a decirme obscenidades a mí y a todas las mujeres que osan ir vestidas a la manera occidental.
Eso no es todo, porque enfrente del supermercado hay un almacén de frutas y verduras de propietarios españoles en el que tienen preferencia las señoras mayores que siempre vivieron en el pueblo, porque parecería que los extranjeros no tienen tanto derecho a comer lechuga o naranjas.
Un poco más allá hay un colegio, y enfrente una plaza. Nunca me animé a adentrarme más de dos veces allí, donde la música típica rumana inunda los bancos y los columpios. Con una vez en la que me vi rodeada de unos diez o doce rumanos que me insultaron y me dijeron cosas incomprensibles para mi castellano, me alcanzó para saber que no era bienvenida en ese territorio.
Detrás de las vías de tren, los jóvenes españoles suelen ir cada fin de semana a hacer el típico botellón, y levantarse un domingo por la mañana significa náuseas por el olor a alcohol, vómitos y orina mezclado con las frituras que se cuecen en el chino, que se prepara para tener unas inmensas ganancias de los pocos gatos que van quedando en el barrio ya.
Por si fuera poco, cerca del restaurant italiano hay una discoteca, donde Pitbull canta “La mano arriba, cintura sola” y todos bailan y gritan al son de su música. En una callejuela escondida hay una pequeña discoteca latina, a la que van preferentemente colombianos, y donde se escucha el mismo reggaetón del famoso Pitbull, como también salsa, merengue y cumbia. Sin embargo, en la discoteca de turno es chic perrear, mientras que en la pequeña discoteca de extranjeros, ese baile realizado por una latina de generosas curvas terminas pareciéndonos demasiado erótico como para pertenecer a una cultura avanzada como la nuestra.
Y más de una vez, salí a mi balcón para ver a mi padre arrancando de las farolas los carteles de carácter neonazi de España 2000, que pregonan que los extranjeros son inferiores. Pero es de ilusos pensar que esos políticos nunca comieron un buen plato de pasta… probablemente sí, porque Italia es un país civilizado (o mejor diríamos, occidental), aunque seguro que nunca tuvieron el placer de comer unos deliciosos dulces árabes, solo porque esos morenitos vienen a robar el trabajo e imponer sus costumbres. 
El otro día, en la reunión de propietarios del edificio, un español pidió que se pusiera un ambientador en el pequeño ascensor debido a la mala higiene de los marroquíes. Acto seguido, se excusó diciendo que tenía una fiesta y subió a cambiarse. Bajó quince minutos después con un impecable traje, y dejó el rastro de diversos olores corporales de gran antigüedad tras de sí. ¿Tópicos?

sábado, 17 de diciembre de 2011

El milagro de la Navidad

Recuerdo las Nochebuenas de mi infancia, toda la familia cenando reunida en una gran mesa en el patio de mi casa. Cuando llegaban las doce, cada año, mis padres me planteaban una historia diferente para salir de casa por unos minutos. Al principio no entendía las razones, luego, salía encantada sabiendo que a la vuelta, alrededor del árbol de Navidad, iba a encontrar los regalos envueltos en papeles de colores. Lo mismo sucedía la víspera de Reyes: la ansiedad por dejar los zapatos y acostarme a dormir temprano (aunque generalmente lo hacía bastante tarde), y que el primer rayo de sol ya me despertara, mezclado con la emoción de ver esa muñeca, esa bici, o cualquier cosa que estuviera en mi lista, porque en general, yo debía de portarme bien, ya que siempre recibí lo que quise. 
Recuerdo un día, que en medio de la cena sucedió algo insospechado: desde la azotea de mi casa, el señor gordo de largas barbas y traje rojo apareció frente a la mirada atónita de mi primo y mía. Yo no sabía muy bien (pero tampoco me quitaba el sueño) como nunca antes lo habíamos visto si era una persona de unas características lo suficientemente peculiares como para ser fácilmente distinguible; ni tampoco, cómo todos los niños del mundo podían recibir sus regalos a las doce de la noche. Y mucho menos, por qué estaban los juguetes en los super, con precios. Ni siquiera me percaté, en ningún momento, de que muchos padres compraban esos juguetes. Mi creencia se reafirmó aún más cuando lo vi bajando la bolsa con los regalos desde el techo de mi casa. Y no volví a dudar hasta la edad de ocho años, cuando un compañero de la escuela me dijo que los Reyes y Papá Noel no existían. Volví a casa y se lo planteé a mi madre, pero con la convicción de que ella me diría que ese niño estaba errado.
Que los tres reyes de Oriente, o el señor de rojo no existieran, no me decepcionó en lo más mínimo. Seguí recibiendo regalos, y unos cuantos años después, comencé a ejercer de Papá Noel yo también. Con el tiempo, comencé a admirar los dulces engaños de mis padres: "vamos a ver los fuegos artificiales a la calle" decía papá, pero mamá nunca iba con nosotros. Y aún me sigo preguntando cuándo iban a comprar los regalos, pero prefiero no saberlo: es lindo seguir con la ilusión del regalo inesperado. Admiro el esfuerzo que hacían por siempre darme lo que quería, solo para recibir mi ilusionada mirada y una gran sonrisa. Anhelo algún día, que mis hijos me despierten diciéndome "ya llegaron los Reyes", y sé que nada me va a llenar más de felicidad que verlos en pijama y jugando con sus juguetes nuevos.
Lo importante de la Navidad, obviamente, no son los regalos. Probablemente, lo más lindo sea el momento de reunión familiar, el poder compartir todos juntos; pero sin duda alguna, estas fechas no serían las mismas sin un regalo. No importa el valor económico, no importa el haber "madurado" y saber que Papá Noel no existe. Importa la ilusión de recibir, ya sea un iPad o una carta, un regalo de alguien que te ama, y saber que lo hizo con todo el amor del mundo.



Foto: arquera

lunes, 12 de diciembre de 2011

El amor jugando a la Rayuela

 
Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al revés”. Así decía el gran Cortázar en Rayuela, una novela apta para todos, entendible para unos pocos.
Los científicos descubrieron que el amor surge en un segundo y que tan solo es una adicción (produce lo mismo que fumarse un porro o hacerse una raya de cocaína) que se supera en un plazo máximo de dos años. La mayoría de las personas coinciden en que el amor existe gracias al conocimiento de la esencia del otro, y por ende, que el amor nace como fruto del tiempo compartido entre dos almas. Algunos corazones rotos afirman que no existe, y que tan solo es una forma bonita de designar nuestros deseos sexuales. El amor es uno de los sentimientos más potentes, más puros y más antagónicos de todos: puede construir así como destruir una vida en poco menos de lo que dura en ser pronunciada una palabra. No es la muerte, ni Dios, ni siquiera la curiosidad por saber si otros como nosotros, tan egoístas y narcisistas, respiran en otros planetas… es tan solo el amor, el misterio más grande de la humanidad. Porque el amor es un sentimiento tan universal que no hay una única manera de comprenderlo.
Me atrevería a decir que el amor es el fundamento de nuestra cultura. Ni la política, ni la economía, mucho menos asuntos tan importantes como los derechos humanos, o incluso Dios –que gozó durante mucho tiempo del beneficio de tener su propio Best Seller- han creado tantas montañas de material cultural. Bécquer, perdido en las pupilas azules de alguna doncella, le concede a ella el máximo esplendor de ser la poesía; los amantes apasionados de Rodin, que se besan como si estuviesen pronosticando el sangriento final; y Rubens muestra la primordial necesidad de un hombre de ser amado dibujando finamente El Juicio de Paris.
¿Qué es el amor? El amor es cultura, es cada pieza musical, cada narración o poema, todas las pinturas y esculturas, y esas historias de la pantalla grande. El amor se compone de cada fragmento de nosotros mismos, es un algo cambiante y creciente, que se transforma día a día ante la mirada particular que brinda cada ser humano a una pieza cultural. Rayuela resume en un solo libro, cada cristal roto de ese amor, cada posibilidad, cada sentido. Porque, como bien dice Cortázar, no se puede elegir en el amor.  
Foto: Megyarsh

jueves, 8 de diciembre de 2011

¿Alguien lo ve normal?



No es normal que los niños de 13 años comiencen a beber alcohol. Es algo prácticamente lógico que, durante nuestra adolescencia o juventud, nos hayamos pasado alguna vez con el alcohol. Pero en sí, emborracharse no es algo lógico, y tendría que quedar como un hecho anecdótico que alguna vez nos sucedió.
Sin embargo, sabemos que la forma de diversión normal de una juventud llena de miedos e inseguridades, con una autoestima bajísima, con problemas de comunicación y faltas de atención importantes, es beber. ¿Por qué? Porque beber es la forma de olvidarte de que tu padre le mete los cuernos a tu madre con su secretaria joven, de olvidarte de que no estás tan delgada ni eres tan hermosa como debieras ser para la sociedad, de que no te va bien en los estudios, o de que no podés decirle a una persona que la quieres porque tienes miedo a su rechazo. El alcohol desinhibe y termina mostrando lo mejor y lo peor de nosotros. Es una forma de desahogo generalizada de una sociedad enferma y reprimida. Por eso, y solo por eso, los jóvenes beben. No porque les guste el vino de 0.50 de euro. Y ahí distingo que no es lo mismo la copita de Vermouth que se toma mi abuela los domingos antes de comer, que el botellón del sábado a la noche.
Y ahí es cuando mantengo mi postura de que todas las campañas que haga el Gobierno son inútiles. Yo sé que es una obligación de ellos hacerlo, pero no soluciona nada. Me pueden poner imágenes de mi láringe con un cáncer por haber fumado, me pueden decir que puedo ser violada bajo los efectos del alcohol, mostrarme que si bebo y conduzco puedo matar a alguien y a mí misma... pero si yo quiero beber, lo voy a seguir haciendo. Si el problema es que la gente bebe, no hay que concientizarla de que es malo para su salud, porque eso ya lo saben, si no buscar la raíz del problema, y solucionarlo. Y esa es una tarea de todos, no del Gobierno.
Más allá de eso, vi la última campaña del Ministerio de Sanidad el otro día en la estación de tren, y me sorprendió para mal. Adolescentes aparentemente normales, que consumen alcohol como algo normal, que obviamente no lo es. Tiene varios problemas, a nivel ético como comunicativo.
A nivel ético está la contraposición entre la actitud de los adolescentes varones y mujeres respecto al alcohol. Mientras que las mujeres tienen que aguantar en urgencias a su amigo borracho, o mantienen relaciones sexuales sin estar en plenas condiciones para decidir si quieren hacerlo, lo que quiere decir que son sumisas, buenazas y tontas; son los varones los que cometen atrocidades: llegan al nivel de un coma etílico, se vuelven violentos y agresivos. Esto no es así: muchas mujeres (incluso más que hombres en la actualidad) se emborrachan. Algunas simplemente lloran, vomitan, se van a su casa y pasan una mala noche, como también lo hacen algunos hombres. Pero muchas otras se meten en peleas, se tiran encima de hombres y los manosean (lo que lleva al hombre a tomar una actitud activa y acostarse con ellas, ergo, la culpa no es solo de él, sino también de ella), y sí, alcanzan el coma etílico aún más fácil que un hombre. Por lo tanto, es una publicidad desfasada en el tiempo y feminista (porque la igualdad es la igualdad, y el feminismo y el machismo son extremos), que no me parece adecuada para mostrar los comportamientos de la juventud de hoy.
En el ámbito comunicativo, y según la regla que me han enseñado para los titulares, las frases en negativo cuestan más de asimilar para nuestro cerebro. De esta manera, la frase "Lo normal para su edad..." queda grabada a fuego en nuestras neuronas, mientras que la que de verdad debería ser importante, el verdadero mensaje de la campaña -"ESTO NO DEBERÍA SER NORMAL"-, queda olvidado entre otro montón de cosas, solo por llevar un 'no' que cuesta más de comprender.
Diría que, más allá de que ninguna campaña cumple su utilidad (concientizar al a población), esta ha perdido por goleada en todo. La solución para que los adolescentes dejen de tener actitudes tontas es comprenderlos y ayudarlos, no decirles lo malo que es el alcohol, porque aunque no lo parezca, elloss son más inteligentes de lo que parecen, y todo eso ya lo saben. Si beben, es porque están cubriendo con el alcohol otras cosas que les faltan. Ayúdemosles a tener esas cosas, y así, no necesitar una vía de escape.

lunes, 5 de diciembre de 2011

No prometas cosas que no vas a cumplir


Un día, no muy lejano, un profesor se excusó de haber faltado, y prometió que ese hecho no iba a volver a suceder. Una semana después, no apareció en clase. La reacción de todos fue decir "menos mal que no iba a faltar más". Horas después me enteré de que, efectivamente, no había venido porque había muerto. En ese momento, decidí tragarme mis palabras un tanto desconsideradas.
Hace unos días, me llamaron para tomar unas fotografías de un accidente entre un camión y un coche. El camión había atravesado la carretera, se había llevado los guardarraíles y las rejas, y había quedado en medio de un terreno. A su lado, yacían los restos mortales de un coche. Inconscientemente, me quedé parada frente a él, un amasijo de hierros, y dentro, un airbag cubierto de sangre. ¿Cuántas promesas habría hecho ese hombre, y la muerte no le dejó cumplirlas?
Crecer me ha hecho darme cuenta de algunas cosas, replantearme la vida de una forma diferente. Los pies plantados sobre el césped durante intensos cinco minutos frente a la sangre de un desconocido por el que los médicos no habían podido hacer nada, hizo en mi cerebro un planteo brutal de mi vida. Cualquier día de estos, yo podría correr la misma suerte, la de mi profesor, la de este hombre. ¿Cuántas promesas incumplidas tendría hacia mis padres? ¿Y hacia el hombre de mi vida? Incluso, le debería promesas a los hijos que aún no tengo.
¿Será que la vida nos da un tiempo para prometer, y otro para cumplir? Y una vez pasado ese tiempo, nos roba el aliento de forma repentina, como diciéndonos "no prometas cosas que no vas a cumplir". ¿O es que todas las promesas son vanas, porque el futuro es incierto, y no sabremos dónde estaremos mañana?
A todos nos han roto promesas, y todos hemos roto alguna. Sin embargo, la vida sigue, tenemos un nuevo profesor que nos da clases, y la mujer de ese hombre que murió a las tres de la mañana de un jueves frío puede que vuelva a amar. Y todas las promesas quedan en el olvido, aún cuando no han sido cumplidas.
Yo de todo esto solo saco una cosa en claro: que pase lo que pase, no debemos prometer cosas que no vamos a cumplir.



Foto: Esteban Vera