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sábado, 17 de diciembre de 2011

El milagro de la Navidad

Recuerdo las Nochebuenas de mi infancia, toda la familia cenando reunida en una gran mesa en el patio de mi casa. Cuando llegaban las doce, cada año, mis padres me planteaban una historia diferente para salir de casa por unos minutos. Al principio no entendía las razones, luego, salía encantada sabiendo que a la vuelta, alrededor del árbol de Navidad, iba a encontrar los regalos envueltos en papeles de colores. Lo mismo sucedía la víspera de Reyes: la ansiedad por dejar los zapatos y acostarme a dormir temprano (aunque generalmente lo hacía bastante tarde), y que el primer rayo de sol ya me despertara, mezclado con la emoción de ver esa muñeca, esa bici, o cualquier cosa que estuviera en mi lista, porque en general, yo debía de portarme bien, ya que siempre recibí lo que quise. 
Recuerdo un día, que en medio de la cena sucedió algo insospechado: desde la azotea de mi casa, el señor gordo de largas barbas y traje rojo apareció frente a la mirada atónita de mi primo y mía. Yo no sabía muy bien (pero tampoco me quitaba el sueño) como nunca antes lo habíamos visto si era una persona de unas características lo suficientemente peculiares como para ser fácilmente distinguible; ni tampoco, cómo todos los niños del mundo podían recibir sus regalos a las doce de la noche. Y mucho menos, por qué estaban los juguetes en los super, con precios. Ni siquiera me percaté, en ningún momento, de que muchos padres compraban esos juguetes. Mi creencia se reafirmó aún más cuando lo vi bajando la bolsa con los regalos desde el techo de mi casa. Y no volví a dudar hasta la edad de ocho años, cuando un compañero de la escuela me dijo que los Reyes y Papá Noel no existían. Volví a casa y se lo planteé a mi madre, pero con la convicción de que ella me diría que ese niño estaba errado.
Que los tres reyes de Oriente, o el señor de rojo no existieran, no me decepcionó en lo más mínimo. Seguí recibiendo regalos, y unos cuantos años después, comencé a ejercer de Papá Noel yo también. Con el tiempo, comencé a admirar los dulces engaños de mis padres: "vamos a ver los fuegos artificiales a la calle" decía papá, pero mamá nunca iba con nosotros. Y aún me sigo preguntando cuándo iban a comprar los regalos, pero prefiero no saberlo: es lindo seguir con la ilusión del regalo inesperado. Admiro el esfuerzo que hacían por siempre darme lo que quería, solo para recibir mi ilusionada mirada y una gran sonrisa. Anhelo algún día, que mis hijos me despierten diciéndome "ya llegaron los Reyes", y sé que nada me va a llenar más de felicidad que verlos en pijama y jugando con sus juguetes nuevos.
Lo importante de la Navidad, obviamente, no son los regalos. Probablemente, lo más lindo sea el momento de reunión familiar, el poder compartir todos juntos; pero sin duda alguna, estas fechas no serían las mismas sin un regalo. No importa el valor económico, no importa el haber "madurado" y saber que Papá Noel no existe. Importa la ilusión de recibir, ya sea un iPad o una carta, un regalo de alguien que te ama, y saber que lo hizo con todo el amor del mundo.



Foto: arquera

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