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sábado, 6 de agosto de 2011

Crónicas de un viaje I

Dicen que la vida te pone enfrente a varios tipos de personas: esos que aparecen puntualmente, fugaces, y necesarios para aprender algo; aquellos con los que se entabla una relación bastante duradera y que, por una razón u otra, terminan desapareciendo de nuestras vidas, dejando solo un recuerdo; y por último, quienes nos acompañan en todo el camino.

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Es privado. No porque nadie lo haya visto, sino porque es imposible de explicar. Estaba ahí todo un aeropuerto, y sin embargo, nadie vio lo que yo vi.
Hay momentos que te quedan grabados por siempre... si hoy tuviera que decir qué pasó, no sabría. Sí te puedo describir perfectamente que sentí: no veía, y sin embargo no cayó de mí una sola lágrima. La tierra tembló en un terremoto imposible de medir, con los pies bien firmes en el suelo. Ante mí, mi destino, mi elegido. Nada más que la unión de dos corazones que jamás habían estado separados.
El amor es como un planeta. Tiene diversidad de elementos, que solo pueden crecer, procrear y diversificarse cuando todo está en armonía. Tiene dos dioses que construyen ese mundo en base a lo que cada uno da, y a todo lo que recibe del otro. Cuando uno de los dioses, mortal y defectuoso, se siente débil, el otro alimenta al mundo de lo mejor que tiene, porque de esto se trata el amor: del equilibrio entre dos almas que aprenden la una de la otra. Porque cuando uno ama, ese planeta propio sigue creciendo y construyéndose en base a hechos, sueños, proyectos... mientras los demás solo ven dos personas dándose un abrazo en algún aeropuerto de algún lugar...