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domingo, 1 de diciembre de 2013

¿Qué va a pasar cuando me muera?

¿Qué va a pasar cuando me muera? Aparte de que voy a donar mi cuerpo, no lo sé. Pueden pasar muchas cosas, o absolutamente nada.
Velorio, cementerio o facultad de Medicina. Todo vale. Tal vez ahí se termina el viaje, la historia de mi vida finaliza cuando mi corazón decide dejar de latir. Y a partir de ese momento, solo soy un recuerdo en la vida de las personas que me quisieron, y también de aquellas que me odiaron. 
Pero al ser humano no le gusta pensar que ahí se termina todo: llevamos miles de años buscándole un sentido a la vida, al por qué estamos aquí, en este mundo, respirando más o menos felices. Es difícil pensar que vivimos ochenta años para luego alimentar a los gusanos. ¿Y lo que aprendimos? ¿Y la gente que queremos? ¿Lo que nos quedó por hacer? Sinceramente, no es fácil pensar que ese es el punto final, ya que a nosotros nos encanta sentirnos importantes; y yo soy de aquellas que prefieren creer en historias antes que aceptar una realidad triste que, por cierto, nadie sabe con certeza. Por eso la muerte es fascinante: la queremos lejos, pero necesitamos saber de ella. 
En un principio fue el inframundo. Los griegos incluyeron allí todo lo que los cristianos situaron en varias partes unos cuantos años después: el Tártaro era el infierno, donde las almas eran juzgadas y castigadas. En verdad, los griegos consideraban al Tártaro como una especie de Big Bang, el punto exacto de donde surgía todo; pero los romanos, mucho más simples en sus ideologías que en sus tácticas de guerra, decidieron formalizarlo como lo que luego fue el infierno católico. Por otra parte, los Campos Elíseos o Islas de los Bienaventurados eran la parte buena del Inframundo: el paraíso donde las gente que se había portado bien en vida podía portarse mal, una suerte de bacanal -otro gran término acuñado por ellos- espiritual en la que las mujeres no se podían quedar embarazadas. 
Después de los griegos, no se inventó nada: todas las religiones monoteístas y politeístas hablan de un cielo y un infierno, sitios donde van las almas a vivir la vida eterna en agonía o felicidad. Tus ochenta años de vida -antes muchos menos- son los que te condenan por la eternidad, y no te queda otra que joderte y aguantar. Porque vamos a ser sinceros: ante esos dioses malignos que describen las escrituras, pocos quedan eximes de culpas y tienen el derecho eterno a disfrutar junto a su creador del Jardín del Edén versión 2.0. El Nirvana es algo más o menos posible de alcanzar, según en qué decidas creer; y en él pueden esperarte vírgenes, agua, vino, frutas y riqueza -ahora entiendo por qué los musulmanes tienen unas creencias tan férreas-. 
Pero el infierno... ah, el infierno creo que es lo mejor. No importa cuántas cosas malas hayas hecho en la vida, parece que si fuiste a misa los domingos, el libre albedrío que te dio Dios fue bien utilizado a favor tuyo (y en contra de los demás), y por ende te toca disfrutar del cielo. Así que en el infierno solo vamos a estar aquellos que osamos cuestionarnos algunas cosas, aunque queramos obrar bien. Digamos entonces que el infierno estará lleno de ateos y agnósticos, intelectuales, filósofos, científicos y gente buena condenada a sufrir. Si hay uno de estos en verdad, mandenme de inmediato. 
También existe la opción de la reencarnación: una idea lógica en la que creo firmemente, y de la cual no voy a hablar porque no puedo ser objetiva con mis creencias. ¿Qué va a pasar cuando me muera? ¿Reencarnaré? ¿Tú qué piensas? 

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